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Francisco Gutiérrez Sanín y Ana María Jaramillo Pactos paradójicos (texto não editado)
Colombia combina dos características, estabilidad de las macroformas institucionales y una larga tradición de conflictos armados difusos, duraderos y acerbos, que han generado experiencias, convicciones, prácticas y destrezas compartidas por amplios sectores de la población. Mejor cuidarse de conclusiones rectilíneas, sin embargo: esas tradiciones no tienen por qué ser explícita o directamente "violentas" o "intolerantes". De hecho, la necesidad de gobernar y tomar decisiones en un ámbito institucional en el que el poder, también el armado, está sometido a múltiples restricciones, ha fomentado una rica tradición pactista en la que cada guerra genera acuerdos y cada acuerdo genera guerras (ver Uribe, 1997; Gutiérrez, 1997, pero por supuesto la mejor referencia para entender el fenómeno sigue siendo el portentoso "Cien años de soledad"). Nuestra práctica y pensamiento constitucionales están transidos por ese movimiento pendular. El resultado es que el péndulo pactos-guerra constituye el atractor de la dinámica de nuestros conflictos. "Atractor" tiene en este contexto dos interpretaciones posibles: el conflicto social converge hacia una determinada configuración, o está en esencia descrito por ella. Aquí supondremos que una y otra acepción son más o menos equivalentes, aunque esto sea un poco inexacto. Lo que nos interesa resaltar es que la noción conduce directamente a la tensión clásica entre necesidad y libertad. Si nuestra descripción del movimiento pendular que caracteriza a la sociedad colombiana es aceptable, surge de inmediato la siguiente pregunta: en un mundo social regido por un atractor, ¿es posible imaginar "salidas" o simplemente "nuevos ciclos"? Dicho de otra manera, ¿en Colombia los enunciados de la resistencia y la contestación solamente se pueden articular en un lenguaje pendular, o están en capacidad de generar una gramática propia? Sostendremos, a lo largo de este texto, que esta es una pregunta a la vez extremadamente crucial y ambigua. La ambigüedad reside en que la rica tradición pactista colombiana de los últimos años ha dado origen a una serie de trampas de "estancamiento de alto nivel", para usar una terminología elsteriana (Elster, 1992:105): una forma de adaptación muy sofisticada, pero que por su propia elaboración laberíntica bloquea el tránsito hacia nuevas formas sociales. Una revisión somera de los pactos de paz en los últimos veinte años permite la siguiente constatación. Nacionalmente son indispensables, localmente son indeseables. Generan uno de los siguientes tres desenlaces: la destrucción física de los protagonistas del pacto (como en el caso de los politicidios de la Unión Patriótica o de Esperanza, Paz y Libertad); la ruptura del pacto (como ha sucedido numerosas veces en las negociaciones FARC-Estado); o la concentración — antidemocrática— del poder en manos de uno o varios de los protagonistas del pacto (o la combinación de alguna de las tres anteriores. Ver en este mismo volumen Romero, 2001, sobre los trabajadores sindicalizados de Urabá). También constituyen, un tanto perversamente, el horizonte mental y moral de las opciones alternativas: la estrategia de emancipación se concibe desde procesos de paz en que los interlocutores y protagonistas, a la vez que los adversarios, son señores de la guerra. Esto quizás sea inevitable, pero produce una serie de dinámicas paradójicas, en el sentido específico de que obliga a articular los lenguajes emancipatorios con materiales no-emancipatorios. El común denominador de tales desenlaces y resultados es una pérdida sustancial de densidad de la vida participativa y un estrechamiento, igualmente notable, del horizonte cultural e intelectual desde el que se conciben la sociedad y sus posibilidades de transformación, como contracara de un efecto muy real de disminución de violencias (de nuevo remitimos a la experiencia relatada en Romero, 2001). En este caso, la emancipación no se puede nombrar a sí misma porque queda atrapada en la dinámica pendular, y está en capacidad de aspirar a ser reconocida como alternativa solamente a través de un ejercicio contrafáctico (¿qué sucedería si nos quedáramos en un punto del péndulo?). Pero el discurso contrafáctico tiene un problema de escala (intraducibilidad entre lo nacional y lo local) y de perspectiva: apenas te acercas al extremo B del movimiento pendular disminuyen los costos recordados del extremo A y aumentan los del B [Figura 2]. La experiencia nacional ha demostrado que los costos de la negociación son sentidos por sectores muy extensos de la población como excesivos a medida que ella avanza. En otra dimensión, esta tradición pactista colombiana de la que venimos hablando es recursiva a) en el tiempo y b) en el espacio. a) Las experiencias producen memorias históricas, concentradas en un conjunto de precedentes visibles y convenciones compartidas que hacen de puentes entre distintos lenguajes, experiencias y aspiraciones. b) Pero esto genera largas cadenas de arreglos sociales que a la vez que expresan jerarquías las perturban. Esto se revela claramente en la práctica misma de la guerra, en la que por ejemplo las milicias urbanas desarrollaron una política de saneamiento de su territorio, atacando, vejando e incluso eliminando físicamente a los consumidores de drogas, pero cambiando en ese proceso dramáticamente las relaciones de poder en sus áreas de influencia. Veremos un efecto análogo, aunque claramente diferenciado, en otro aspecto del periplo de las milicias: un tradicionalismo sincopado, en el que se defiende la imagen de un pasado comunitario con armas de fuego, motocicletas, ensordecedora música salsa, destruyendo indirectamente todos y cada uno de los presupuestos sobre los que se basaba la noción de comunidad tradicional. Ahora bien, la idea misma de recursividad nos conduce a la siguiente pregunta: ¿pactos entre quiénes? Para responder tendremos que ir "más allá de la fragmentación". Al contrario de lo que se presumiría desde las críticas liberales a la violencia -- como intolerancia o miedo a la diversidad-, en Colombia la destrucción del otro se funda discursiva y factualmente sobre el miedo a lo similar (y a mi mismo). En lugar de la explosión social bloqueada con tanta obsesividad por las élites nacionales, tuvimos una implosión social, en la que jóvenes mestizos, católicos y pobres disparan contras jóvenes mestizos, católicos y pobres. Los grupos armados -¡y también su correlato, los pactos de paz!-- se conciben como proyectos pedagógicos con la misión de disciplinar y moldear a una masa que se representa simultáneamente como fuente de legitimidad y de incivilidad. Esto nos obliga a estudiar cuidadosamente cómo se trazan límites. ¿Qué recursos se necesitan para hacerlo? Es evidente que no basta con enunciarlos. La trama sutil que soporta el nosotros específico -en contraposición con el nosotros genérico y discursivo: nosotros los pobres, o los vigilantes de la moral, o los que estamos fuera de la ley- está compuesta por cadenas de personas, territorios y artefactos, inseparables del ejercicio local de la diferenciación que es una de las claves de la guerra colombiana. No se trata pues de un simple juego académico: saber quiénes somos nosotros y quiénes son ellos es asunto militar, literalmente de vida o muerte. Pero en la medida en que los contornos de la diferenciación sólo tienen soporte en experiencias locales, nos topamos de nuevo con la trivialización y el borramiento de las marcas identitarias cuando pasamos de las "escalas pequeñas" a escalas mayores. Los negociadores del proceso de las milicias en Medellín tenían gran dificultad para orientarse en las múltiples divisiones de los grupos que se "reinsertaban". El hecho subraya que a distintas escalas operan distintos lenguajes y mapas mentales (Santos, 1997a). Simplemente no hay un dispositivo de discurso para nombrar los conflictos locales desde lo nacional y lo macro; pero tampoco hay forma de concebir nuevos mundos posibles desde guerras microterritorializadas. En síntesis, en Colombia hay resistencia armada basada en un ethos, una práctica y unos discursos contestatarios (en tanto adversarios y/o críticos del Estado o del orden social vigente). A la vez, parecen copados por el atractor pactismo-violencia; es difícil percibir en ellos un nuevo horizonte social y cultural. El fenómeno parecería poder pensarse desde tres perspectivas: a) "Efecto de hegemonía". "Las palabras, imágenes, símbolos, formas, organizaciones, instituciones y movimientos usados por las poblaciones subordinadas para nombrar, entender, confrontar, acomodarse a, o resistir, la dominación, han sido moldeados por el proceso de dominación mismo" (Roseberry citado en Binford, 2000). Por ejemplo, la fuerza del culto mariano en sectores sociales que se consideran contestatarios está cuidadosamente documentada (Salazar y Jaramillo, 1992). Las milicias se esforzaron en "limpiar" a sus vecindarios de vagos, indeseables y hampones, en un ejercicio de seguridad eficaz por encima de las restricciones del Estado de derecho que evoca reinvindicaciones de la derecha histerizada. Es posible también seguirle la pista a la agenda pedagógica de sectores armados, en los que se extractan de manera literal expresiones, ritos, libros y procedimientos de la vida escolar tal como fue vivida directamente por líderes y militantes, para aplicarlos como herramientas de control a la base social: hay "manuales de convivencia" (Farc), "catecismos de convivencia" (occidente de Boyacá), en Medellín de alguien que hubiera sido condenado a muerte o asesinado se afirmaba que "perdió el año", etc.. b) "Efecto de percolación". Pero a la vez la hegemonía es una relación que siempre está en curso. A medida que los sectores subordinados se van apropiando con mayor o menor fortuna de los discursos de los sectores dominantes, los van transformando y les van introduciendo innovaciones que circulan hacia las élites, quienes a su vez le dan una "forma oficial", que una vez más irriga capilarmente a la sociedad, produciendo cambios, y así sucesivamente. Ejemplos de este efecto se encuentran a granel en el caso colombiano: desde las propias formas de asesinar hasta las tácticas militares, están en permanente proceso de apropiación e imitación. El parlache, un dialecto social que se desarrolló entre los jóvenes pertenecientes a sectores populares relacionado con la influencia de la droga y la crisis del desempleo, trascendió las fronteras de las que era originario y se convirtió en una forma dialectal común a muchos sectores sociales de la ciudad. También la experiencia pactista está expuesta a este efecto. Las élites, es cierto, buscaron manejar al país a través de "conversaciones entre caballeros" (según la afortunada expresión de Wilde), pero hoy la vida barrial en Medellín o veredal en el occidente de Boyacá es una derivación de las charlas y acuerdos "amigables" entre distintos actores armados de proveniencias muy disímiles: deciden poner fin a las luchas "fratricidas", imponer reglas de juego comunes que hacen las veces de marco general para la vida cotidiana, crean escenarios para dirimir sus diferencias. Esta experiencia, a su vez, es recogida y aprehendida por las élites, que imitan la perturbación plebeya de las prácticas originales. Es decir, la contestación da inicio a circuitos culturales a veces muy extensos (mundializados y regionalizados - un fenómeno que aparece ya muy tempranamente, como en el caso de la influencia de los Tupamaros sobre la iconografía y la concepción de justicia revolucionaria en sectores de la guerrilla colombiana) de ida y vuelta, que implican aprendizaje, innovación y apropiación, y que a menudo están unidos a la creación e institucionalización de gustos contraculturales en medio de la economía de mercado. Subrayamos que la percolación puede ser vertical (élites y sectores subordinados), horizontal (entre dos momentos distintos de la sociedad pero no jerárquicamente relacionados, como en el vínculo política-criminalidad que trataremos más adelante) y diagonal (combinación de los dos anteriores). c) "Efecto de incertidumbre". En la medida en que, como lo hemos sugerido, el ejercicio de la diferenciación se apoya en cadenas que solamente son interpretables en ámbitos locales, fuera de ellos las fronteras son borrosas y toda motivación puede servir para justificar un acto. Es decir, la diferenciación local produce indiferenciación nacional. Cualquiera puede ser víctima, cualquiera puede ser victimario; las alianzas se hacen y deshacen en cuestión de días (Jaramillo, Ceballos, Villa, 1998:56). Esta situación de fluidez extrema -- "turbulencia" (Gutiérrez, 1997) - genera la sensación de "todos son iguales" y por tanto se resuelve en caracterizaciones colectivas autodeprecatorias. La persona más odiada en el discurso nacional colombiano es la primera persona del singular; un nosotros imaginado desde "una comunidad en la culpa" (Cubides, 1999). Si esto sirve para manejar la incertidumbre -ofreciendo objetos específicos para la distribución de responsabilidades-- , tiene el resultado inmediato de deteriorar la idea de control democrático y justicia distributiva. Más aún, pone a la política contestataria a medio camino entre la rebelión y la autoayuda ("aprende a ser mejor"), subrayando de manera elocuente las relaciones entre modalidades diversas de contestación y circuitos mercantiles. El efecto de incertidumbre se puede someter a escrutinio desde otro punto de vista, el del Estado. En los casos que examinamos aquí, no podemos hablar en propiedad de un Estado ausente: Medellín es una de las ciudades más importantes del país, con alrededor de dos millones de habitantes, la institucionalidad más eficiente -de hecho la eficiencia es parte fundacional de su sentido de identidad—y con una importante presencia de los organismos de seguridad. El occidente de Boyacá está apenas a un par de horas de Bogotá, es epicentro de la producción de un recurso natural muy importante -las esmeraldas—que estuvo estatizado hasta poco (la década del 60). Como veremos a lo largo del texto, más que un Estado débil nos encontramos aquí con un Estado a la vez excluyente y garante de formas extremas de inequidad y poroso, que genera formas de incertidumbre extremas en los niveles regional y local, a la vez que fortalece diversas modalidades avanzadas de garantismo en el nivel nacional (ver Uprimny y García, 2001, en este volumen). Lo que sigue del artículo está organizado de la siguiente manera. Primero, una explicación de la ideología de la guerra, que permite explicitar cómo se ha fundado el ámbito del discurso de la contestación, lo que a su vez ofrece un ángulo interesante para ver así sea oblicuamente en qué consiste la contestación misma. Segundo, una exposición de los dos casos. Describiremos someramente sendas bisagras violencia-paz, la experiencia miliciana de Medellín y la de esmeraldas del occidente de Boyacá: por un lado, grupos contestarios de jóvenes empobrecidos intensamente influidos por la izquierda armada, y por otro lado empresarios plebeyos involucrados en el crimen organizado, interesados en tener a raya al gobierno central. Pese a la enorme distancia que los separa (ver Tabla 1 a seguir), tienen en común al menos los siguientes aspectos: a) son eminentemente locales-regionales, pero tienen un claro componente mundializado. En el caso miliciano, vía ideologías y consumos culturales. En el boyacense, una de las motivaciones centrales de la paz fue insertarse exitosamente en el mercado mundial; y uno de sus resultados más visibles es una bolsa internacional de la esmeralda que se realiza cada año en Bogotá; b) son "pasadistas"(Mariátegui): religiosos, moralistas y defensores de la tradición. La ilustración más elocuente de ello quizás sea la gran centralidad de la imaginería católica; c) pero se reinvindican pedagógicos y liberales y toman jirones importantes de los discursos intelectuales-modernizantes que alimentaron el cambio constitucional de 1991, con denuncias explícitas contra la intolerancia y la impunidad. Una vez más, no tenemos derecho a colapsar los dos casos en una sola categoría, puesto que en uno y otro nos encontramos con dos maneras distintas de vivir el territorio en relación con los derechos ; d) tienen una relación conflictiva, pero a la vez asociativa, con el estado nacional. Finalmente, presentamos un esbozo de comparación entre las dos experiencias y conclusiones. Tabla1 : comparación de las dos experiencias
Ideologías y discursos de la contestación armada La materia prima sobre la que se contruye este acápite es simple: a partir de la década de 1980 se formó en Colombia una capa específica de intelectuales "marginales", divorciados tanto de la academia institucionalizada como de los actores legales que tienen algún grado de visibilidad en el registro público colombiano (Scott, 1985), pero en cambio vinculados orgánicamente a diversas expresiones armadas, muchas de ellas volátiles y difusas. Dicho de manera simple, la justificación de la lucha armada paulatinamente dejó de ser intelectualmente respetable, pero no por eso desapareció; por el contrario, encontró nuevos nichos, formas de expresión y lenguajes. Sigue teniendo una enorme importancia. La tiene porque, contrariamente a lo que se podría suponer, la capacidad argumental es un asunto de vida o muerte para las organizaciones armadas, más o menos periféricas, que han pululado en Colombia en los últimos veinte años. Milicias urbanas, grandes guerrillas campesinas, guardias pretorianas del narcotráfico, grupos paramilitares, incluso a veces pandillas y bandas de maleantes, o aparecieron como proyectos intensamente intelectualizados o, con el tiempo, descubrieron que sin una capa de intelectuales no alcanzarían esa relevancia nacional-regional o municipal a la que aspiraban. En algunos casos quedó claro que, simplemente, no podrían sobrevivir sin ideas y racionalizaciones: expresión irónica pero plenamente consistente de Descartes en el trópico. "Pienso luego existo", "me justifico luego sobrevivo" (ver también Gutiérrez, 2001). Esta camada de intelectuales dotaría al respectivo proyecto de una visión de futuro, de la capacidad de creación de una "comunidad imaginada", según la expresión de Benedict Anderson (1983), y de la construcción de una interfaz para presentarse y representarse ante la "sociedad mayor". Un aspecto crucial de tal interfaz, dicho sea de paso, era que combinaba aspectos retóricos e icónicos; producía razones pero también imágenes verosímiles capaces de captar la imaginación de amplios sectores y de proponerles estereotipos positivos imitables. Piénsese no más en los efectos que tuvo a finales de la década de los 80 y principios de la de los 90 la imagen del hombre encapuchado rodeado de micrófonos explicando su modus vivendi, dictando sus razones, construyendo, en fin, nuevas formas de visibilidad. Reflexionar sobre nuestra guerra implica también recuperar ese tejido icónico-argumental, y las retóricas, prácticas, destrezas y socio-técnicas que constituyeron para los grupos armados simultáneamente su condición histórica de posibilidad y su "firma" identitaria específica. Ahora bien, a un cierto nivel de abstracción aquel discurso en principio resulta bastante plano. Precisamente por su condición de [relativa] marginalidad concede poco espacio para las mediaciones entre objetivo instrumental y explicación; esta debe seguir rigurosamente a aquel. Al pensamiento se le coloca la cofia de la utilidad inmediata, siguiendo por lo demás una fuerte tradición nacional. Pero inevitablemente se va refinando, en la medida en que tiene que dirigirse a auditorios heterogéneos y, por tanto, despojarse de su dimensión coactiva-justificatoria más simple y brutal . El refinamiento, ciertamente, se desarrolla en una dirección específica: ante todo, se estilizará y estandarizará deteniéndose en una continua re-enunciación de algunos pocos motivos centrales que se consideran intocables. Dicho en otros términos, ha aparecido y se ha desarrollado una "violentología armada", gestionada por una capa específica de intelectuales y dedicada, entre otras cosas, a explicar, documentar y legitimar ante auditorios heterogéneos sus prácticas y procederes. La violentología armada no es para nada ineficaz, ni constituye un rasgo particularmente vistoso que merezca atención sólo por su extravagancia. Aunque no tenemos la capacidad aún de resaltar los sentidos comunes -los "topoi retóricos" (Santos, 1997b), o "estrategias ganadoras" (Hinttikka, 1973)-- de la violentología armada, podemos sugerir algunas intuiciones básicas en esa dirección. Comencemos destacando que en los casos tratados aquí el futuro deseado implica una combinación de paz y vigilantismo (Huggins, 1991), lo que a su vez conlleva una brutal tensión entre el impulso hacia las incorporaciones colectivas (más regionales en el ejemplo de Boyacá, más sociales en el de Medellín) y el desconocimiento radical de los derechos individuales a través de una reconstrucción gregaria de la sociedad. Si hay una obsesión en las dos experiencias que estamos revisando, es el rechazo a toda forma de individualismo y egoísmo: hay que marchar al ritmo de un proyecto común. Siendo la sociedad un proyecto, y los derechos medios y no fines, cualquier expectativa garantista se subordina a la noción de disciplina y organización. Dicho de otra forma, el grupo armado extrapola sus experiencias y expectativas disciplinarias, algunas completamente idiosincráticas, sobre el territorio en el que ha establecido su dominio. Un poblador de Medellín recapitula con aprobación: "Hoy somos una comunidad amenazada y yo lo veo bien: no puede haber ladrones, atracadores; no puede haber viciosos, y el que se fuma el vicio lo tendrá que hacer por allá escondido...pero todos sabemos que tenemos que manejarnos bien". La obsesión de las milicias por aconductar y educar adquiría mil facetas: "Un marido que era muy grosero en su casa y llegaba borracho a totiar [golpear] a su mujer, pues no, no lo mataron, pero llegaron y lo conscientizaron: usted tiene que ser un ejemplo en la familia y si no, usted tiene que abrirse [irse] de aquí, pues aquí no necesitamos antisociales" (ambos testimonios citados en Jaramillo, Ceballos y Villa, 1998: 88). En Boyacá, las organizaciones de guaqueros (mineros artesanales de esmeraldas), apenas formalizado el pacto de paz, decidieron hacer a un lado a los que se portaban mal. "Algunos guaqueros delincuentes prófugos fueron a ubicarse en la quebrada de Quípama, siendo recibidos con la exigencia de respetar las formas de convivencia ya pactadas" (Myriam Ocampo, Carlos Rangel, Teresa Sánchez de Díaz, 1993: 13). Allí tampoco necesitaban a los antisociales, pues estorbaban los equilibrios tan difícilmente conquistados: "Recientemente, a partir de abril de 1993, ante la inminencia de retomar el control de la mina de Coscuez por parte de los socios de Esmeracol con Carranza a la cabeza, los guaqueros fueron conminados a salir de la mina por voluntad propia, si esta orden no era cumplida los patronos se verían en la obligación de "limpiar" la zona para garantizar la explotación por parte de los legítimos contratistas ante el Estado" (Myriam Ocampo, Carlos Rangel, Teresa Sánchez de Díaz, 1993: 32). Nótese cómo la metáfora de la "limpieza" sirve para invocar una imagen gregaria en la que la transgresión equivale a enfermedad y, por tanto, debe ser eliminada. Por eso, la violencia y la intolerancia no están aquí realmente vinculadas; el problema consiste en disciplinar y homogenizar la propia base social, que sirve como fuente de legitimidad y sobre la que, al mismo tiempo, se dispara. La emoción disciplinaria es expresada por los "pequeños intelectuales", para usar la terminología gramsciana, a través de códigos, manuales, catecismos, poemas e himnos, que junto con el discurso directo de plaza pública constituyen lo más potente de su repertorio retórico. Por ejemplo, los guaqueros organizados de Quípama, pero dirigidos por un poderoso Don del tráfico de la piedra preciosa, elaboraron un "código de convivencia" en el que "se prohíbe arrojar basuras, se exige controlar el manejo de aguas negras, el robo, los abusos sobre negocios son dirimidos delante del inspector de policía relativo" (Ibidem, p. 12). La visión de futuro asociada a esta reconstrucción gregaria marca un tránsito de lo épico a lo pastoral y de lo epónimo al paisaje local: ya no más heroísmo fundador como en los proyectos izquierdistas que dieron un primer impulso a las milicias a principios de la década de los 80 (ver acápite siguiente), no más referencia a la mitología de héroes-ideólogos, sino una mentalidad de supervivencia al servicio de una restauración incorporadora. Dice un miliciano: "El Ché murió desangrado, el resto es historia". Él, en cambio, querría vivir. ¿En dónde? La clave la da otro miliciano: una comunidad autoreferida e integradora. "De un tiempo para acá que entré a trabajar con la organización, me gustaron mucho los festivales, hermano, por ejemplo cuando hubo un feliz fin de semana cultural, ahí con papayeras, en todo el día concursos de los niños en bicicletas, en costales con un juego por aquí engrasando un plástico y los niños todo el que llegue al que no se caiga, todos entusiasmados, todo es hermano es lo más rico, ahí es donde uno pilla la sonrisa de toda la gente, por ejemplo los viejitos jugando por allá dominó y cartas, tomando guarito por allá, las viejitas molestando y haciendo el sancocho. Si me entiende hermano, eso para mi qué nota..." (Citado en Gutiérrez, 1998: 189). ¿Una revolución para instaurar la tranquilidad del barrio y reinvindicar el color local? Si se recuerdan las extremas condiciones de inseguridad de los barrios de Medellín en el momento de auge de las milicias, se descubrirá de inmediato que este programa no era trivial en absoluto. Pero constituye en efecto una "restauración incorporadora": reclamando derechos y titularidades para grupos, pero negándoselos a los individuos de esos grupos en nombre de una comunidad solidaria con valores pasadistas, para usar la expresión de Mariátegui. De ahí su inquietante mezcla de conservadurismo y contestación, de solidaridad y cinismo. Donde más se aprecia ese contraste es en la relación entre transgredir y resistir. En Colombia la protesta social ha pasado por varios ciclos de criminalización. En el período en el que comienzan las narrativas de ambos casos (alrededor de 1980), el país se encontraba a la vez en un momento muy alto del ciclo y en una coyuntura de entrada del narcotráfico a varias formas de hacer política y guerra. Bandolerizar era, y sigue siendo, un instrumento clave en el repertorio de respuestas a la contestación; es aproximadamente por esa época que se descubre el epíteto de "narco-guerrilla". A la vez, en efecto, toda una serie de diseños institucionales y dinámicas de conflicto estaban permitiendo la percolación entre lo político y lo criminal a lo largo y ancho del espectro ideológico. Los efectos laterales indeseados de esa mezcla de textos (los discursos) y contextos (los procesos de mezcla) fueron enormes. En un resultado sorprendente, que exhibe todos los eslabones de la cadena hegemonía-percolación-incertidumbre, la década de los 80 presenció el intento consciente de la criminalidad organizada por convertirse en actor político, y de los grupos contestatarios por explicar sus vínculos con la criminalidad. Al definir la "sociedad oficial" como un territorio del que se puede entrar y salir -imagen que compartía con amplios sectores de las élites y varios discursos "formales"-- los intelectuales de distintos proyectos armados produjeron una sofisticada "topología de la exclusión y la incorporación": había dos rutas de escape, la delincuencia y la rebelión, que generaban a la vez dos parejas isomorfas, irrupción/estigma y rebelión/persecución. El propósito de diferenciarse para producir una única firma identitaria reconocible, junto con el de justificar el conjunto de todos los "afuera" de los excluídos, llevará no sólo a contorsiones discursivas sino a alianzas volátiles de los bandidos con los policías (que están por lo demás de lleno en este juego de intentar estar al mismo tiempo adentro y afuera), de estos con los milicianos, de estos con el narcotráfico, y así sucesivamente, en un carrusel frenético que es extremadamente difícil de seguir pero NO inconsistente, en la medida en que responde a un mapa mental único (Figura 3). Matar bandidos/darle el poder a los bandidos, diferenciar bandidos de revolucionarios/identificarlos, será un poderoso juego cognitivo que marca nuestros procesos de paz y de guerra y que está atado a una larga tradición (ver al respecto el trabajo germinal de Sánchez y Meertens, 1984). Las milicias urbanas en Medellín El surgimiento de las Milicias tiene como antecedente reciente un periodo de auge de violencias que se inicia desde mediados de la década de 1970 con el sicariato. En la década de 1980 con el boom del narcotráfico se crearon condiciones favorables para el entrecruzamiento de diversos procesos que ya venían en marcha: aparición de pandillas en los barrios, consolidación de bandas delincuenciales y problemas de corrupción de la policía y otros organismos de seguridad. El narcotráfico no inventó nada nuevo, pero sí introdujo cambios importantes en las formas de organización y operación de la delincuencia con la conformación de bandas especializadas en la actividad del sicariato, el empleo del más moderno armamento y la capacidad de desarrollar actividades y negocios conjuntos (los llamados "cruces") con Policía, Ejercito, Jueces e Inspectores. A ello se suma la presencia de la guerrilla, con la conformación de algunos comandos o grupos destinados a la obtención de recursos financieros o la realización de acciones terroristas. En su proceso de negociación en la década del 80, el M19 creó unos "campamentos de paz" con un fuerte componente de entrenamiento militar. Muchos de esos "campamentos" derivaron luego en bandas delincuenciales. El experimento del M19 tuvo además una importante incidencia en la crisis del modelo tradicional de presencia guerrillera en la ciudad, orientado a la creación de comandos para la realización de atentados, atracos y extorsiones para respaldar los frentes guerrilleros en la zona rural. Esta forma de hacer presencia fue puesta cuestión por militantes y simpatizantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y del Partido Comunista Marxista-Leninista, que se inclinaban por una estrategia de trabajo político militar en los barrios para acabar con el azote de los delincuentes y la implantación de un orden moral y comunitario Las Milicias propiamente dichas tuvieron su origen en el barrio popular No. 1, perteneciente a la zona Noriental de Medellín, un conglomerado heterogéneo de sectores medios y populares y de recientes barrios de invasión. Uno de los objetivos primordiales del proyecto era derrotar a poderosas bandas que se habían apoderado completamente de esos territorios, muchas veces con la complicidad de las autoridades. El éxito obtenido en un primer momento con la labor de limpieza de pillos fue la clave de su aceptación entre la población y las asociaciones de vecinos (Juntas de Acción Comunal). Las Milicias se autodefinían por el control de territorios abandonados de manera transitoria por algunas bandas y por la apropiación de una función de seguridad que debería cumplir el Estado. "Somos un Estado dentro del Estado" llegó a afirmar el gestor de este proyecto Pablo García. La formación político militar de los fundadores de las Milicias fue adquirida después por algunos núcleos de guerrilla urbana y por las mismas bandas, lo cual responde al proceso de entrecruzamiento entre delincuencia política y delincuencia común, favorecido adicionalmente por el narcotráfico. Ello hace de las milicias un actor de ambigüedad manifiesta en sus discursos y en sus prácticas. Aunque en sus comunicados y en sus declaraciones a lo medios de comunicación se empleaba un lenguaje de izquierda, su accionar se concentraba en eliminar a las bandas delincuenciales para proteger a la comunidad contra el desorden atribuído a la presencia de delincuentes "chichipatos" (los que roban y atracan en su propio barrio), viciosos y violadores. La experiencia de las Milicias del Pueblo sirvió de modelo a otras organizaciones de izquierda que conformaron sus propios grupos. Se intentaba copiar un modelo organizacional exitoso, en un mercado de demanda de seguridad siempre en expansión. Pero este proceso de crecimiento tiene como contrapartida un desdibujamiento del matiz político, ante el reclutamiento masivo de jóvenes sin ninguna formación política pero con experiencia militar, y el ingreso selectivo de delincuentes a las milicias. Este mecanismo servía el doble propósito de resocialización y cooptación - incorporación de los bandidos con mejor técnica militar y más alta moral de combate - pero enturbió crecientemente la naturaleza del dominio territorial de las milicias. Más aún, el control interno - la capacidad de una dirección personalista, ideologizada pero endeble, de moldear el comportamiento de los cuadros - también se hizo precario. El contraste entre la mentalidad disciplinaria - que inspiraba una guerra también dirigida contra los malos comportamientos - y la práctica cotidiana se hizo más y más profundo. Si al principio era claro "quién es quién" - por lo menos para los actores barriales que habían llamado a las milicias a "limpiar" su territorio-, la tarea de identificación se hizo cada vez más difícil, incluso para los protagonistas de la acción militar. En la medida en que el crecimiento era también territorial, las distintas milicias entraron a competir entre sí, con el consiguiente incremento de los ajustes de cuentas. Más que por las vicisitudes de la guerra o por razones políticas, se empezó a pensar en acuerdos de paz por la coincidencia entre el desgaste de una generación de sobrevivientes y el ambiente de optimismo que se vivía gracias a la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente en 1991 que, se esperaba, diseñaría "un nuevo país". La lucha con las bandas estaba estancada, y no se tenía claro quién en realidad estaba peleando contra quién. Los barrios, que habían aplaudido a las milicias por su expulsión de los pillos y la implantación de un cierto orden moral, empezaban a fatigarse y a rebelarse contra la arbitrariedad. Los milicianos de más edad empezaban a evaluar sus propias trayectorias vitales desde miradas ideológicas distintas a las que habían tenido en el momento de su involucramiento con la lucha armada. A partir de 1991 se empezaron a dar los primeros acercamientos entre el núcleo fundador de las milicias y las autoridades locales, hasta la aceptación por parte del gobierno nacional de un proceso formal de negociaciones en 1994. El tiempo en este caso corría a favor del Estado. Pero ambas partes tenían apuestas altas en las negociaciones. Las Milicias esperaban obtener un reconocimiento político y algunas ventajas para consolidar sus zonas de influencia. Arriesgaban ser acusadas de traidoras por aquellas fuerzas que no quisieran participar en las negociaciones. Para el gobierno era una oportunidad de demostrar su voluntad de paz, ante el fracaso de las negociaciones con las Farc. Temía, sin embargo, que las milicias no fueran un actor propiamente político, y que estuvieran tan divididas que en realidad no se tuviera con quién conversar. El gobierno local, a su vez, actuaba como un tercero con intereses propios, y promocionaba el proceso como un evento único en América Latina (lo era, de hecho). Entre los meses de febrero y mayo de 1994 se llevó a cabo en Santa Helena, un lugar cercano a Medellín, un proceso de negociación que contó con la participación de las Milicias del Pueblo, las Milicias del Valle de Aburrá (con influencia del Ejército de Liberación Nacional) y un sector disidente de éstas última, las Milicias Independientes del Valle de Aburrá. Otros grupos de milicias rechazaron cualquier posibilidad de negociación. El proceso pronto adquirió un giro inesperado: el papel casi central de los negociadores del gobierno consistió en tratar de impedir que las distintas facciones de las milicias entraran en una guerra de exterminio, en medio de acusaciones cruzadas de complicidad con la delincuencia, con las autoridades o con ambos. La guerra urbana había de alguna manera servido para "congelar" la mentalidad de los líderes milicianos en una visión complotista (aplicada a sus adversarios internos), alimentada con literatura de divulgación y cultura visual militar, pero incapaz de elevarse al nivel técnico que requería una negociación con el Estado. Peor todavía, el proceso de negociación debilitó las bases sociales de los milicianos. El incremento de homicidios de milicianos en los barrios produjo incertidumbre entre los habitantes de los barrios pertenecientes a la zona Nororiental, que no fueron consultados sobre la conveniencia de una negociación con el gobierno y una eventual desmovilización de las milicias. Después de seis meses de forcejeos, se llegó a un acuerdo que se suscribió en un acto publico realizado el 26 de mayo de 1994 en la zona Nororiental . Los puntos centrales de este acuerdo fueron: - Inversión social en las comunas para el mejoramiento de la infraestructura comunitaria y el aumento en la cobertura de servicios básicos salud, educación y recreación, y creación de "núcleos de vida ciudadana". - La creación de la Cooperativa de Vigilancia (Coosercom). El gobierno realizó un contrato mediante el cual se comprometió a pagar a 358 miembros de la cooperativa sumas que estaban entre los 150.000 y los 500.000 pesos mensuales y a prestarles una suma de hasta por 1.750.000. La cooperativa contaría con 5 sedes y una cobertura de vigilancia sobre 32 barrios en las comunas Nororiental y Noroccidental. El funcionamiento de Coosercom contaría con la interventoría de la Secretaría de Gobierno y un compromiso explícito de sus integrantes para respetar los derechos y libertades fundamentales de la comunidad, absteniéndose de asumir conductas reservadas a la fuerza pública y labor de colaboración para prevención del delito con servicios de seguridad del Estado. - Favorabilidad política: El acuerdo no contempló otorgar favorabilidad (por ejemplo con un mínimo de puestos en el concejo municipal). Todo dependía de la iniciativa de las Milicias para impulsar la conformación de una fuerza política o hacer acuerdos con otras fuerzas de oposición. Solo se validó la posibilidad de ser invitados a espacios zonales de discusión y organismos de la administración por iniciativa del alcalde. - Beneficios ante la justicia: Ese fue el punto de mayor discusión por las dificultades de adecuación de lo establecido en la ley 104 de 1993 a la situación de los milicianos, pues muchos de ellos tenían procesos no por delitos políticos sino por problemas de delincuencia común. Lo que se pudo lograr fue la concesión de beneficios de indulto y cesación de procedimiento por colaboración con la justicia a todos aquellos miembros de las milicias que se encontraran procesados por delitos distintos de los políticos o conexos. El acuerdo estaba plagado de dificultades. Ante todo, la creación de la cooperativa colocaba a los milicianos reintegrados a la vida civil en una posición falsa. Sus dos misiones debían ser controlar a la población y ofrecer información a la policía, convirtiéndolos automáticamente en "traidores" ante sus excompañeros y favoreciendo la degradación de un ambiente ya envenenado por las suspicacias y las acusaciones mutuas. Las labores de vigilancia de los barrios ejercida ya no por los milicianos sino por los integrantes de la cooperativa de vigilancia pagada por el mismo Estado generó un sentimiento de incorformidad, que se acrecentó con los atropellos cometidos por los vigilantes y su complicidad con acciones delincuenciales. Durante la fase posterior a la negociación se presentaron numerosas denuncias ante la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía y la Pastoral Social por homicidios, amenazas, extorsiones y destierros por parte de los integrantes de Coosercom. ¿Cómo podía una organización, cuyo principal atractivo había sido su carácter expeditivo y su denuncia de la lentitud y la complicidad de las autoridades, convertirse en un apéndice de la policía? Apenas 47 días después de firmados los acuerdos, ocurrió un hecho que comprometió la suerte de todo el proceso: el asesinato de Pablo García, el líder máximo de las Milicias del Pueblo y para el Pueblo. Las posibilidad de garantizar la cohesión de un equipo de dirección se desvaneció totalmente, ante las nuevas acciones de venganzas cruzadas que se desencadenaron a raíz de este hecho. La investigación adelantada por la Fiscalía sobre los responsables del asesinato de Pablo García culminó con la detención del jefe de las Milicias Independientes del Valle de Aburrá, acusado de ser el autor intelectual del crimen. Desde la muerte de Pablo, la sangría de milicianos de una y otra facción fue ininterrumpida. En el terreno electoral las Milicias también sufrieron un serio revés con la pobre votación obtenida por su candidato al Concejo de Medellín. Al igual que ha sucedido en Colombia con muchos otros actores, tuvieron una gran dificultad para traducir el reconocimiento civil en legitimidad política. Con el agravante, en el caso de las milicias, de que no estaban preparadas para convivir con organizaciones independientes de la sociedad civil. Por ejemplo, la inversión social en la zonas acordada con el gobierno antes que contribuir a la legitimación de las milicias, se convirtió en un factor de discordia con líderes y organizaciones sociales que responsabilizaban a aquellas de una indebida apropiación de logros que eran el fruto del trabajo comunitario. Los votantes de las zonas de influencia miliciana prefieron continuar con el apoyo a los candidatos de los partidos tradicionales. Los milicianos no percibieron que el hiato entre una generación de trabajadores manuales, dueños de una elaborada y compleja cultura política, y su propia propuesta, con referencias letradas ininteligibles para el iniciado y plagada de experiencias idiosincráticas, era enorme. Una vez más, el nosotros cohesionador de una guerra local (nosotros los de esta calle, los de esta cuadra, contra los de la siguiente), no tenía traducción posible en la escala de la vida política de una metrópoli moderna. Las relaciones entre Coosercom y el gobierno se tornaron más conflictivas ante las dificultades de este para dar cumplimiento a algunos compromisos de favorabilidad ante la justicia. Un fallo emitido por el Tribunal Nacional echó por tierra los beneficios obtenidos por los milicianos al establecer que estos se debían sujetar a los disposiciones contenidas en el decreto 1194 de 1989. A ello se agregó el desinterés de las autoridades locales por el acompañamiento a un proceso que se consideraba era responsabilidad del gobierno nacional y las tensiones entre Coosercom, los organismos de seguridad y la IV Brigada del Ejército por la entrega de municiones ante la desaparición de armas con sus correspondientes salvoconductos. Aunque para 1995 era evidente el fracaso del proceso, el gobierno intentó introducir algunos correctivos que tampoco lograron revertir las dinámicas en curso. La liquidación de la Cooperativa en 1996 le puso el punto final a esta experiencia aunque no precisamente a la existencia de grupos de milicias que han seguido operando en otras zonas aunque en condiciones mas difíciles ante el fortalecimiento de las bandas delincuenciales que también a su vez han recurrido al empleo de los mismos métodos utilizados por la Milicia para la "protección" de las personas que habitan sus zonas de influencia y a la realización de pactos de convivencia en los barrios, esta vez con la mediación de las autoridades locales a través de los funcionarios encargados de las labores de paz y convivencia. La experiencia del Occidente de Boyacá Tal vez el primer enclave económicamente significativo copado por la criminalidad organizada fue en Colombia el negocio de las esmeraldas. Entregadas en concesión por el Estado a empresas particulares, las minas de esmeraldas se convirtieron muy rápidamente en un territorio en donde paternalismo, protección mafiosa y violencia convivían cómodamente. El periplo de las complejas relaciones Estado-ilegalidad seguramente ilustre bien las diferencias entre "Estado poroso" y "Estado ausente". En la época republicana (1819) se emitió una legislación según la cual las riquezas del subsuelo eran propiedad exclusiva de la nación. De ahí hasta 1946 la "reserva de la nación" fue administrada a través de un sistema de concesiones, con presencia de compañías extranjeras y de ocupantes ilegales. En 1946 la administración de las minas de esmeraldas pasó al banco central, el Banco de la República, cuyo estatuto también era ambiguo (fungía como banco central, pero estaba en manos de un directorio de líderes del sector privado. Sólo casi 20 años después llegaría a ser realmente una entidad pública). A través de complejas redes regionales, étnicas y políticas, la administración del Banco disparó la economía ilegal, a veces en conflicto y a veces en connivencia con el gobierno central. Tal situación anómala ha tratado de corregirse de distintas maneras, siempre sin éxito. El Estado ha hecho presencia, pues, perturbando las relaciones sociales pre-existentes pero no regulándolas (para este bosquejo nos hemos apoyado en Guerrero, 2001 y Guerrero, 1986). "Las relaciones sociales pre-existentes" debieron tener desde muy temprano una compleja combinación de verticalidad y movilidad social. Una sociedad jerárquica y dinámica a la vez, en la que tanto la violencia como la lealtad primaria suplantaban a la institucionalidad legal como garante de los contratos. Los guaqueros, trabajadores que iban a las minas a probar fortuna, podían ingresar al negocio si conseguían un "plantero" -intermediario que prestaba las herramientas y las condiciones para iniciar el trabajo--. Pero debían lealtad y respeto sobre todo a los "líderes", grandes empresarios con su propio brazo armado que casi siempre habían comenzado ellos mismos como guaqueros. La combinación de capacidad de intimidación, gasto ostentoso y ascenso social de vértigo, daba a los líderes una influencia enorme sobre los guaqueros. "Desempeñan múltiples funciones, pues actúan como jueces cuando castigan a los infractores y recompensan a sus más fieles servidores: son árbitros en las querellas familiares o empleadores que consiguen trabajo en las minas a sus allegados...los líderes se caracterizan por una combinación de benevolencia con los pobres y una implacable frialdad con quienes consideran sus enemigos; han ejercido un papel de juez y parte en la tramitación de conflictos de todo orden dentro de los cuales velan por que cada uno reciba lo que ellos consideran justo, para terminar definiendo, incluso, las acciones en materia de orden público y seguridad de los municipios y de la región entera" (Uribe, 1992: 100). La estabilidad de tal dominación paternalista estaba punteada por ocasionales desangres entre bandos definidos territorialmente. En estas "guerras" no sólo se involucraban los distintos brazos armados sino amplios sectores de la población, en la medida en que las restricciones y prohibiciones que establecían los bandos en pugna implicaban, por ejemplo, no pasar por una carretera o una quebrada. Para no hablar ya de la posibilidad de que una vendetta terminara afectando a los familiares de algún combatiente. Más aún, las autoridades también tomaban partido en el conflicto, porque las enormes riquezas generadas por la actividad esmeraldera servían para comprar su connivencia e incluso su participación directa. "La fuerza pública no es vista con buenos ojos por la población en general -dice un extraordinariamente interesante informe del Ministerio del Gobierno--. Durante la última guerra miembros de la policía y del Ejército alquilaban sus uniformes, se prestaban a ejecutar acciones oficiales dirigidas a exacerbar aún más las rivalidades, por ejemplo una muerte que exacerbó la última guerra, la de Torcutato López, fue ejecutada por un soldado según órdenes de los Vargas: la policía detenía a personas que eran buscadas por el bando contrario para facilitar así su eliminación; se llegó incluso a la situación que algunas personas murieran estando detenidas en los calabozos de la policía, pistoleros pagados para ejecutar estas acciones tenían acceso directo a estas instalaciones de reclusión" (Ocampo, Rangel, Sánchez, 1993: 26, ver también Guerrero, 2001). En la década de los 80 comenzó la más virulenta oleada del enfrentamiento crónico entre esmeralderos, esta vez por el control de la mina de Coscuez. Es difícil establecer una fecha exacta, puesto que distintas fuentes orales, autores y testimonios ofrecen variantes levemente diferentes. Más importante que ubicar el día, mes y año del comienzo de esta nueva fase es subrayar que se cruzaba con las dos grandes guerras nacionales. Por una parte, disputas sobre el control de cultivos de coca, y acusaciones mutuas de haber denunciado a las autoridades la existencia de tales cultivos, enfrentaron a Molina, líder esmeraldero, con Rodríguez Gacha, un capo del narcotráfico. Por otra parte, los esmeralderos no tardaron en involucrarse en una disputa territorial con las Farc, y crearon grupos armados para combatirlas. Esto los llevó a una alianza con los paramilitares, el epicentro de cuyas actividades se encontraba por ese entonces cerca. "En enero de 1987, el alcalde de Otanche denunció a la prensa la existencia de una ´alianza entre delincuentes comunes y el frente 12 de las Farc, cuyo objetivo era apoderarse del control y los recursos de las minas de esmeraldas de Boyacá. Esta alianza habría provocado que gente de la zona esmeraldífera buscara protección de gente de Puerto Boyacá" (Peñate, 1991: 12). Pero no es claro que esos grupos hayan podido desarrollar una actividad común, y de hecho en el momento en que Rodríguez Gacha estaba en el paroxismo de su guerra sucia contra todo lo que oliera a izquierda se encontraba también combatiendo a sus adversarios esmeralderos. En 1989 Rodríguez Gacha murió en un operativo policial . En 1990 Víctor Carranza, en nombre de la paz y de los buenos negocios, logró iniciar "conversaciones de distensión" con otros líderes, lo que de paso le valió el reconocimiento de ser un primus inter pares por su visión de largo plazo. Una vez más, los ritmos locales coincidían con los globales, y el ethos constitucional de 1991 parecía un gran río al que convergían todas las vertientes pacifistas. Las argumentaciones a favor de pactos se enunciaban nacionalmente, pero después se iban apropiando de manera capilar y diferenciada por distintos actores. Las conversaciones dieron rápidamente sus frutos, y en septiembre de 1990 se firmó la primera acta de paz entre todas las facciones de esmeralderos, en la que se garantizaba la explotación conjunta de Coscuez. Con el tiempo, se derivó hacia una opción más institucional, con la conformación de un Comité de Desarrollo y Normalización, que cuenta, aparte de los más prominentes esmeralderos, con la presencia del gobernador de Boyacá, el obispo de Chiquinquirá, el comandante departamental de policía, el comandante del batallón Sucre con base en Chiquinquirá, y el gerente de la empresa Mineralco (Ocampo, Rangel, Sánchez, 1993: 27). Es el obispo de Chiquinquirá quien siempre preside el Comité. ¿Cómo funciona este bizarro pacto de paz? Hay varios rasgos que deben ser destacados. Ante todo, "paz interna" sí ha existido, si por eso se entiende un fin formal de las hostilidades entre las facciones de esmeralderos, y la consiguiente disminución de diversas variedades de homicidios (Ocampo, Rangel, Sánchez, 1993; ver también la Tabla 2) Tabla 2. Homicidios comunes ocurridos en los municipios del Occidente de Boyacá entre 1984 y 1998 (ver ficheiro em anexo ficheiro sobre esta tabela já modificada)
Fuente: Departamento de Policía de Boyacá Pero los vínculos con la guerra nacional han continuado; Víctor Carranza, por ejemplo, no cejó en su lucha contra el narcotraficante Leonidas Vargas, siguiendo la tradición de tensiones esmeralderos-narcos (El Espectador, 1998a; Guerrero, 2001). También mantuvo su actividad en el otro flanco: Carranza fue encarcelado, al encontrar la fiscalía serios indicios de que adelantaba actividades paramilitares (El Tiempo, 1998). Esto generó múltiples protestas en el occidente de Boyacá. Se creía que el enjuiciamiento de Carranza era sólo el primer paso de una intentona de desmantelamiento del poder esmeraldero por parte del gobierno central. En la admonición insconscientemente brechtiana de Miguel Espitia, alcalde de Quípama: "El gobierno debe mirarnos de otra manera y entender que los líderes de esta provincia son apóstoles de la paz y que don Víctor merece respeto, solidaridad por su causa. Este es un caso que nos afecta a todos, y si permanecemos indiferentes el día de mañana a todos nos llevan. Por eso debemos permanecer unidos" (Acta del comité de verificación y normalización celebrada en Coscuez 1 de abril de 1998). En segundo lugar, la Iglesia ha jugado un papel central. Incluso el vocabulario ("apóstoles", "catecismo", "fe") de las rutinas discursivas básicas está coloreado por el catolicismo. En el acta de paz con la que se protocolizó el cese de hostilidades entre los bandos en disputa hay una diciente combinación entre los motivos típicos que alimentaron la Constitución de 1991 y categorías católicas básicas: "solidarios de la misma raza, como cristianos hermanos en la misma fe" propugnamos la "mutua armonía... la organización comunitaria de progreso, con respeto de todos los derechos humanos, de las normas legales". En fin, "decidimos optar por el camino civilizado y cristiano del diálogo, la convivencia, la concordia, la armonía, el respeto a la individualidad y el entendimiento". Además, la Iglesia es el único tercero creíble en los procesos de mediación. Como en estas "conversaciones entre caballeros" hay la permanente tentación de no comportarse como caballero (y las acusaciones mutuas post-pacto incluyen asesinatos, poner a las autoridades contra un líder, calumnias y rumores), la Iglesia es la última instancia a la que se puede recurrir, y pese a todas las dificultades que ese papel implica, lo ha sabido mantener sin mayores desgastes. Pero aparte de ello, ha ofrecido al proceso una red de intelectuales y mediadores, los curas en cada población, capaces de formular los términos de convivencia cívica a través de sermones y el uso del "catecismo", así como de la participación en disputas específicas. "Algunos párrocos en Muzo y Quípama actúan como mediadores en conflictos entre las clientelas de los diferentes líderes. Estas clientelas son aquellas constituidas por todas las personas que hacen parte del séquito del líder, especialmente la gente común sin rango ni jerarquía. En este sentido los párrocos han representado un apoyo y un canal de aireación de las disputas entre familias partidarias de bandos contrarios en épocas de guerra" (Ocampo, Rangel, Sánchez, 1993: 22). La línea que separa mediación y justificación es delgadísima. "El obispo de Chiquinquirá es un aliado de los líderes, su intervención ha sido puente y mediación dentro de querellas y motivos de enfrentamiento a muerte" (Ocampo, Rangel, Sánchez, 1993: 13). La intervención de los religiosos "no excluye la exaltación de la influencia de los patronos como figura de autoridad". Estas constataciones se corroboran una y otra vez tanto en terreno como en entrevistas con los protagonistas del pacto. Lo que los líderes están proponiendo es la reconstrucción -invención en realidad, porque no hay precedente alguno—de una comunidad tradicional bajo su dirección. A la Iglesia se le atribuye un doble papel civilizatorio: educar a las bases sociales en destrezas cívicas y desarmarlas, en sentido literal y figurado, y por otra parte acompañar a los líderes en su proceso de maduración, de tal suerte que logren solucionar sus dilemas de acción colectiva. Por eso la estructura social que sirve de correlato al pacto es una pirámide: "Las autoridades departamentales describen como una pirámide la estructura de los acuerdos de paz, en el occidente. En la base se encuentran los guaqueros, en el centro los comerciantes y en la cúspide los líderes..." (Ocampo, Rangel y Sánchez, 1993: 45). Bebiendo de los lemas antipolíticos y cívicos predominantes entre la opinión en la década de los 90, también han subordinado a la clase política tradicional, apropiándose del papel de intermediación o poniéndolo directamente bajo su servicio. Los líderes candidatizan alcaldes y concejales y los apoyan; son retribuídos con lealtad y deferencia. Si no hay muchos casos de intimidación directa contra las autoridades municipales por parte de los líderes, esto tal vez se deba a que la desobediencia es bastante infrecuente (lo que es diferente de nula). Pero el rango de influencia de los líderes, y su capacidad de subordinar a los intermediarios políticos, no se reduce al ámbito municipal "En el curso de una de nuestras visitas conocimos a un diputado y a un representante a la Cámara que se hallaban dentro de las instalaciones de la mina de Quípama, presumiblemente en plan de guaqueo; su dependencia de los líderes es evidente" (Ocampo, Rangel y Sánchez, 1993: 28). A medida que se ha desarrollado el pacto, sin embargo, la competencia política se ha abierto y algunos líderes han encontrado resonantes, e inesperadas, derrotas electorales. Los intermediarios políticos encuentran que la paz ha producido democracia. Para un entrevistado, "cuando estábamos en la guerra era restringido y varias veces los primeros alcaldes fueron únicos, los dos primeros alcaldes por elección popular que tuvimos en el pueblo fueron únicos candidatos, en esas elecciones no hubo más candidatos, de por si eran candidatos impuestos, pero ya luego ha habido más democracia y ya ha existido más candidatos en las elecciones". Pero obviamente se trata de una extraña democracia, con todo y que la apertura parece haber sido perfectamente real, y esto resalta el papel ambiguo del Estado. En la medida en que la paz ha obtenido resultados reales -disminución de homicidios—no quisiera desestabilizar el pacto. Por lo tanto, no interviene en él y mira para otro lado, pero a la vez permite que en el Comité de Normalización estén presentes el gobernador, y comandantes del ejército y la policía. Esto último no deja de ser curioso, porque fue política oficial de las fuerzas armadas en los últimos diez años negarse a participar en las negociaciones con la guerrilla, argumentando que no tenían nada que hablar con grupos fuera de la ley. Las fuerzas armadas con asiento en Boyacá han fluctuado entre la aceptación del pacto y la manifestación de alarma por el poder de fuego y las actividades ilegales que mantienen los esmeralderos, guardando completo silencio sobre sus vínculos con las actividades paramilitares. Los esmeralderos, a su vez, se consideran defensores de la legalidad pero ven en el gobierno central a su adversario, por lo menos mientras sus dos reinvindicaciones básicas no sean resueltas: demandas de carácter regional (que en cierta medida el gobierno estaría dispuesto a aceptar) e intangibilidad judicial para los líderes (imposible de otorgar, entre otras muchas razones por las repercusiones internacionales que ello tendría). Entre tanto, con la guía de Carranza, la actividad esmeraldera se ha internacionalizado con completo éxito, lo que subraya que restauración tradicionalista y mundialización no sólo pueden convivir, sino que incluso hay situaciones en las que la una es requisito de la otra (como notan adecuadamente Ocampo, Rangel y Suárez, 1993). La condición para que todo esto logre mantenerse es la politización de la guerra y la paz entre esmeralderos. Algunos motivos típicos de los pactos de paz más directamente políticos -"perdón y olvido", "borrón y cuenta nueva", demandas regionales y sociales, respeto estricto a la ley en el período post-pacto, lenguaje garantista—fueron importados directamente de otros procesos, y se nota que algunas veces la imitación ha sido verdaderamente meticulosa. No obstante, el papel legitimador más importante corresponde una vez más al civismo tradicionalista: apaciguar, aconductar y conducir a una base social con costumbres violentas (andar armados, por ejemplo) y poco atentas al bien común. Asociada al buen comportamiento está la promesa de una nueva vida, mucho mejor. Por eso no puede extrañar que el pacto se haya celebrado en cada población como una verdadera fiesta cívica -financiada básicamente por el líder dominante--, con discursos que proclamaban el comienzo de una nueva forma de regulación social. Pero no se puede olvidar que en nombre del bien común se estigmatizan, destierran o eliminan pequeños ladronzuelos, trangresores, adversarios políticos y personales: enemigos del orden. Si la maquinaria parece perfectamente aceitada, esta es una impresión errónea. Hay personas capaces de mirar críticamente y denunciar este orden piramidal. Con palabras simples y directas, hacen oír la voz de la víctima, no la del victimario. "Señor arzobispo de la diócesis de Chiquinquirá, para saludarlo con todo respeto. Yo, Pedro Pérez, con el fin de ponerle en conocimiento las siguientes anomalías que han venido azotando la región de Muzo. El grupo de autodefensa o como lo llamen porque según las autoridades son sabedoras de todos esos crímenes que se presentan muy silenciosos, porque no se publica por la radio. Cogen la gente y los llevan por las noches hacia el río Minero...allí los acribillan a tiros, les roban los papeles para que aparezcan NN. No puede ser posible que no exista justicia, porque para mi conocimiento una persona que acribille una persona y le quite lo que tenga es insociable, no es como ellos [creen], que el insociable es el muerto" (Carta, archivo personal) Conclusiones Los dos casos que hemos presentado son, en muchos sentidos, abismalmente diferentes. Pero tienen algo en común: el "lamarckianismo invertido". La necesidad dificulta, no facilita, la aparición del órgano. Entre más ciclos del movimiento pendular se producen, más dificultades hay para pensarse fuera de ese movimiento. Esto no es casual, y apunta a la posible importancia del caso colombiano. En la medida en que la exportación de la democracia formal a los países del tercer mundo es una de las características más importantes de la mundialización política, la tensión entre macroformas institucionales estables y dinámicas violentas, con el resultante atractor pendular, podría generalizarse. Para los analistas que denunciaban los males del país como resultado del peso de la premodernidad, la ironía podría consistir en que la experiencia colombiana apunta más al futuro del capitalismo mundial, al menos en los territorios menos desarrollados, que a su pasado. Es importante hacer hincapié en que los pactos aquí descritos no fueron simples "legitimaciones" o maniobras puramente estratégicas. Todas las partes involucradas cedieron en sus posiciones de fuerza, y el resultado fue que los acuerdos en realidad salvaron muchas vidas. Pero los costos también son evidentes. Los actores armados en ambos casos vieron la oportunidad de continuar haciendo lo mismo aunque bajo nuevas formas y con el aura de legalidad que confieren los símbolos y avales del Estado. En cuanto a las opciones para el desarrollo democrático, ambos casos -mucho más las milicias—tienen un componente incorporador, pero al costo de sacrificar los derechos individuales de cada uno de los miembros de las comunidades que se quieren incorporar. Las posibilidades de que desde ahí se diga algo sobre emancipación democrática son reducidas. En primer lugar, no hay un lenguaje adecuado para la formulación de propuestas nacionales, en la medida en que se plantean demandas inaceptables (por ejemplo, intangibilidad judicial de los actores armados para delitos como el homicidio) para un Estado de derecho. Dicho de otra manera, las posibilidades de éxito de estas dictaduras territoriales son inversamente proporcionales a las de la conformación de un marco nacional viable en el orden mundial. El correlato sociotécnico de ello es la incapacidad de los discursos armados de proponer políticas en términos universalistas. Sus discursos admoniciones, manuales y catecismos dicen algo, mucho en realidad, a sus bases sociales, pero pierden sentido cuando la escala de enunciación es más grande. En segundo lugar, su sincronización con la mundialización es puramente oportunista, en el sentido en que se utilizan los recursos ofrecidos por aquella para producir un cierre territorial volcado sobre la tradición. En tercer lugar, las mezclas en todas las dimensiones -vía imitación, alianza, cooptación, representación (en el sentido teatral, como en el caso de actores criminales adoptando papeles políticos y viceversa)—es tan densa que es difícil diferenciar "quién es quién" y "qué es qué". Como lo dijimos al principio del texto, entre más sofisticado el ejercicio de la diferenciación local, más complicado se va haciendo en el plano nacional. Subrayamos que tal experiencia es y ha sido criticada con gran claridad por toda clase de voces; el lamarckianismo invertido se referiere solamente a la capacidad de proponer. Las críticas, que ciertamente no se restringen al medio académico, se han centrado en denunciar un cierto "modelo Colombiano" , un sistema complejo de conflictos interdependientes que tiene propiedades emergentes muy visibles (y desagradables): un estado terrorista por delegación -una forma política que rápidamente ha adquirido prominencia—con continuos bandazos regionales entre la dictadura terirtorial y la guerra, todo esto en medio de "un modelo salvaje del desarrolla que niega los derechos" (César Antonio García, 1995). En muchas partes del mundo esta canción puede sonar más y más familiar.
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